les
 dejo esta traducción de un artículo publicado en Tom Dispatch en honor 
al escritor de USA Howard Zinn, cuyo libro La otra Historia de Estados 
Unidos ya difícil de
 encontrar y por eso aquí les dejo el pdf, siempre es bueno compartir 
este tipo de historia real y no la historia gringa de que ellos son los 
elegidos para civilizar y democratizar al mundo, se los recomiendo leer:
 
¿Es el final de un Imperio?
 
Introducción de Tom Engelhardt
 
En
 2005 me encontré con Howard Zinn para hacerle una entrevista que fue 
publicada por TomDispatch. Esta es la descripción que de él hice en ese 
momento:
 
“Es
 alto y delgado; tiene una mata de pelo blanco. Tripulante de aviones 
bombarderos durante la gran guerra contra el fascismo y desde entonces 
veterano activista estadounidense
 contra las guerras de Estados Unidos, su libro más conocido es A 
People's History of the United States (La otra Historia de Estados 
Unidos); es un experto en las inesperadas voces de la resistencia que se
 han hecho oír en toda nuestra historia. A sus 83 años
 (a pesar de que parece 10 años más joven), es también un veterano de 
este accidentado siglo; aun así no hay nada de atrasado en echar una 
mirada a su persona. Su voz es tranquila; claramente se toma a sí mismo 
con una pizca de sal y en ocasiones se ríe burlonamente
 de sus propios comentarios. De tanto en tanto, cuando un pensamiento le
 gusta y su cara se ilumina con una sonrisa auténtica, parece 
decididamente joven.”
 
Así
 es como lo vi entonces y así es como lo veo a casi cinco años de su 
muerte; me dan ganas de exclamar “¡Qué tipo este!”. ¿Puede alguien dudar
 que él nos (incluyo aquí
 a muchos estudiantes de secundaria y universitarios) haya cambiado la 
forma de pensar acerca de nuestro mundo estadounidense? Por eso, en este
 extraño momento de la historia, cuando casi cada acción imperial que 
realiza Estados Unidos sale mal (véase Afganistán,
 Siria, Iraq y Yemen) y aun así continúa siendo la única superpotencia, 
parece pertinente ofrecer este “lo mejor de” TomDispatch, una mirada 
retrospectiva de cómo llegó Zinn a darse cuenta de que el nuestro era un
 Imperio. Para llegar al umbral del imperio
 (donde, por supuesto siempre estuvo), él hizo un viaje –una odisea– muy
 suyo.
 
* * *
 
Lo que el aula no me enseñó sobre el Imperio estadounidense
 
Con un
 ejército de ocupación guerreando en Iraq y Afganistán, con bases 
militares y empresas intimidando en cada rincón del planeta, ya casi 
nadie cuestiona la existencia
 de un Imperio estadounidense. Por cierto, quienes lo negaban 
fervientemente se han pasado al abrazo más jactancioso y desvergonzado 
de la idea.
 
Sin 
embargo, la idea misma de que Estados Unidos era un Imperio no se me 
ocurrió hasta que terminé mi trabajo como bombardero en la Octava Fuerza
 Aérea británica durante
 la Segunda Guerra Mundial y regresé a casa. Incluso mientras empezaba a
 tener dudas sobre la pureza de la “Buena Guerra”, incluso después de 
haberme horrorizado por Hiroshima y Nagasaki, incluso después de haber 
bombardeado yo mismo ciudades europeas, todavía
 no había relacionado todo aquello en el contexto de un “Imperio” 
estadounidense.
 
Yo 
tenía conciencia, como todo el mundo, del Imperio británico y de las 
otras potencias imperiales europeas, pero Estados Unidos no era visto de
 la misma manera. Cuando,
 después de la guerra, me acogí a la Ley de Derechos del Veterano y fui a
 la universidad donde cursé Historia de Estados Unidos, me acostumbré a 
encontrar un capítulo en los textos de historia que se llamaba “La era 
del Imperialismo”. Se refería invariablemente
 a la guerra de 1898 librada entre España y Estados Unidos y la 
subsiguiente conquista de las islas Filipinas. Daba la impresión de que 
el Imperialismo estadounidense había durado unos pocos años. No había un
 punto de vista global sobre la expansión de Estados
 Unidos que pudiera llevar a la idea de un imperio de ámbito mundial ni 
de un periodo “imperial”.
 
Recuerdo
 el mapa en el aula (titulado “Expansión hacia el oeste”) que mostraba 
la marcha a través del continente como si fuese un fenómeno natural, 
casi biológico. Aquella
 enorme adquisición de tierra llamada “La compra de Louisiana”, que 
insinuaba la adquisición de un territorio que era cualquier cosa menos 
desocupado. Era una insensatez: ese territorio, por entonces ocupado por
 cientos de tribus indias que debían ser aniquiladas
 o expulsadas –lo que ahora llamamos “limpieza étnica”– para que los 
blancos pudieran colonizar la tierra y más tarde los ferrocarriles 
pudiesen cruzarla en uno y otro sentido presagiando así la 
“civilización” y sus brutales procedimientos.
 
Ni las
 discusiones sobre la “democracia jacksoniana” en las clases de historia
 ni el libro tan popular de Arthur Schlesinger hijo, The Age of Jackson,
 me dijeron algo
 sobre el “Sendero de las lágrimas”, la letal marcha forzada de “las 
cinco tribus civilizadas” en dirección al oeste desde Georgia y Alabama 
atravesando Mississippi, que dejó 4.000 muertos tras ella. Ningún 
texto sobre la Guerra Civil mencionaba la masacre
 de Sand Creek, en la que se asesinó a centenares de pobladores 
indígenas, justo cuando la administración Lincoln proclamaba la 
“emancipación” de los negros.
 
El 
mapa del aula también mostraba una porción del territorio del sur que 
estaba rotulada como “Cesión mexicana”. Se trataba de un práctico 
eufemismo para referirse
 a la agresión bélica contra México en 1846, en la que Estados Unidos se
 apoderó de la mitad del territorio de ese país:
California y el gran 
Suroeste. La expresión “Destino manifiesto”, utilizada por aquellos 
tiempos, naturalmente pronto se convirtió en algo de ámbito universal. 
En 1898, en vísperas
 de la guerra España-Estados Unidos, Washington Post vislumbraba más 
allá de Cuba; “Nos enfrentamos a un extraño destino. El sabor del 
Imperio está en la boca del pueblo como lo está el sabor de la sangre en
 la jungla”.
 
La 
violenta marcha a través del continente, e incluso la invasión de Cuba, 
parecían estar en el interior de la esfera de los intereses naturales de
 Estados Unidos. Después
 de todo, ¿acaso la Doctrina Monroe no había declarado en 1823 que el hemisferio occidental estaba bajo nuestra protección?
 Sin embargo, con apenas alguna pausa después de Cuba, fue la invasión 
de las Filipinas, casi en el otro lado del mundo. En ese
 momento, la palabra “imperialismo” parecía la más adecuada para las 
acciones de Estados Unidos. Ciertamente, esa larga y cruel guerra 
–tratada veloz y superficialmente en los libros de historia– propició la
 Liga Anti-Imperialista, en la que tanto William James
 como Mark Twain fueron figuras prominentes. Pero tampoco fue esto algo 
que yo aprendiera en la universidad.
 
La “Única Superpotencia” sale a la luz
 
No 
obstante, leyendo fuera del aula empecé a encajar las piezas de la 
historia en un mosaico más amplio. Lo que en la década que precedió a la
 Primera Guerra Mundial al
 principio pareció algo así como una política exterior completamente 
pasiva ahora ese momento aparecía como una sucesión de intervenciones 
violentas:
el expolio de la Zona del Canal de Panamá a Colombia, el bombardeo de
 la costa de México, el despacho de la infantería de marina a casi todos
 los países de Centroamérica, el envío de ejércitos de ocupación a Haití
 y la República Dominicana.
Como el muy condecorado general Smedley Butler, que participó en 
muchas de esas intervenciones, escribió más tarde: “Fui un mandadero de 
Wall Street”.
 
En
 el mismo momento en que yo estaba aprendiendo esta historia –los años 
posteriores a la Segunda Guerra Mundial– Estados Unidos se estaba 
convirtiendo no ya solo en otra
 potencia imperial más sino en la principal superpotencia del mundo. 
Resuelta a retener y ampliar su monopolio del arma nuclear, se estaba 
adueñando de remotas islas en el Pacífico, obligando a sus habitantes a 
que las abandonaran y haciendo de esas islas un
 letal patio de juegos para nuevos ensayos atómicos.
 
En 
sus memorias, No Place to Hide, el doctor David Bradley, que controló 
los niveles de radiación en esas pruebas, hizo una descripción de lo que
 habían dejado atrás
 los equipos de encargados de los ensayos cuando regresaron a casa: 
“Radiactividad, contaminación, una isla de Bikini destruida y la mirada 
triste de los pacientes exiliados”. Después de unos años, a los ensayos 
en el Pacífico les siguieron más pruebas en los
 desiertos de Utah y Nevada; en total, más de un millar de ensayos.
 
Cuando
 en 1950 empezó la guerra de Corea, yo todavía estaba estudiando 
historia como graduado en la Universidad de Columbia. Nada de lo que 
ocurría en clase me preparaba
 para entender la política estadounidense en Asia. Pero leía el 
semanario I.F. Stone’s Weekly. Stone era uno de los pocos periodistas 
que cuestionaba la justificación oficial del envío de un ejército a 
Corea. Entonces, a mí me parecía claro que no era la invasión
 de Corea del Sur por parte de Corea del Norte lo que provocaba la 
intervención de Estados Unidos, sino el deseo que este país tenía de 
establecer un solido punto de apoyo en el continente asiático, sobre 
todo desde que los comunistas se habían hecho con el
 poder en China.
 
Años
 más tarde, mientras la intervención encubierta en Vietnam crecía hasta 
convertirse en una enorme y brutal operación bélica, los designios 
imperiales de Estados Unidos
 se hicieron más claros para mí. En 1967, escribí un librito llamado 
Vietnam: The Logic of Whithdrawal. Para entonces, yo ya estaba muy 
involucrado en el movimiento contra la guerra.
 
Cuando
 leí las 100 páginas de los Papeles del Pentágono*, que Daniel Ellsberg 
me había encomendado, me sobresalté al conocer los memorandos secretos 
del Consejo Nacional
 de Seguridad. En su explicación de los intereses estadounidenses en el 
Sureste Asiático, los papeles hablaban con claridad meridiana sobre los 
objetivos de Estados Unidos: “estaño, caucho, petróleo”.
 
Ciertamente,
 ni la deserción de soldados en la guerra con México, ni los motines 
contra la conscripción obligatoria durante la Guerra de Secesión, ni los
 grupos antiimperialistas
 en el cambio de siglo, ni la vigorosa oposición a la Primera Guerra 
Mundial; ningún movimiento contra la guerra en la historia de Estados 
Unidos alcanzó la magnitud del de la guerra de Vietnam.
 Al menos una parte de esa oposición se basaba en la comprensión de que 
estaba en juego algo más que Vietnam, de que la atroz guerra librada en 
un pequeño país formaba parte de un plan imperial mucho mayor.
 
Varias
 intervenciones militares que siguieron a la derrota en Vietnam 
parecieron reflejar la desesperada necesidad de la superpotencia aún 
reinante de establecer una dominación
 de ámbito planetario; incluso después de la caída de su poderoso rival,
 la Unión Soviética. De ahí la invasión de la isla de Granada en 1982, 
el bombardeo y asalto de Panamá en 1989, la primera guerra del Golfo en 
1991.
¿Fue acaso la toma de Kuwait por parte de Saddam Hussein lo que 
motivó al abatido George Bush padre o antes bien utilizó él este el 
acontecimiento como una oportunidad para llevar con firmeza el poder 
militar estadounidense hacia la codiciada región petrolera
 de Oriente Medio? Dada la 
historia de Estados Unidos y su obsesión por el crudo de Oriente Medio 
mostrada ya en 1945 por Franklin Roosevelt con su tratado con el rey de 
Arabia Saudí, Abdul Aziz, y en 1953 con el derrocamiento del gobierno 
democrático
 de Mossadeq en Irán por parte la CIA, no resulta muy difícil responder a
 esta pregunta.
 
Justificación del Imperio
 
Los 
despiadados atentados del 11 de septiembre (como lo admitió la Comisión 
oficial del 11-S) fueron la consecuencia del feroz odio originado por la
 expansión estadounidense
 en Oriente Medio y el resto del mundo. Según el libro The Sorrows of 
Empire, de Chalmers Johnson, incluso antes del acontecimiento el 
departamento de Defensa reconoció la existencia de 700 bases militares 
de Estados Unidos fuera de su territorio.
 
Desde
 entonces, con el inicio de la “guerra contra el terrorismo”, se 
instalaron o ampliaron muchas más bases: en Kyrgyzstán, Afganistán, el 
desierto de Qatar, el golfo
 de Omán, el Cuerno de África y en cualquier otro sitio del mundo donde 
un gobierno complaciente pudiese ser sobornado o coaccionado.
 
Cuando
 yo bombardeaba en Alemania, Hungría, Checoslovaquia y Francia durante 
la Segunda Guerra Mundial, la justificación moral era tan sencilla y 
clara que estaba más
 allá de toda discusión: estábamos salvando al mundo del mal del 
fascismo. Por lo tanto, me quedé estupefacto cuando oí a un artillero de
 otra tripulación –él y yo teníamos en común que leíamos libros– que 
decía que él consideraba que aquello era “una guerra
 imperialista”. Ambos lados, decía, estaban motivados por la ambición de
 controlar y conquistar. Discutimos bastante pero no llegamos a resolver
 la cuestión. Irónica y desgraciadamente, poco tiempo después de nuestra
 discusión el avión de mi camarada fue derribado
 y él murió en la misión.
 
En
 las guerras, siempre hay una diferencia entre la motivación de los 
soldados y la de los líderes políticos que los envían al combate. Mi 
motivación, como la de muchos
 otros, era ingenua respecto de la ambición imperial. Yo estaba ayudando
 a derrotar al fascismo y a crear un mundo más decente, libre de 
agresiones, militarismo y racismo.
 
La
 motivación del establishment de Estados Unidos, según lo entendía el 
artillero del que hablo, era de naturaleza diferente. Fue descrita a 
principios de 1941 por
Henry Luce, un multimillonario que era propietario de las revistas Time, Life y Fortune, como la llegada del “Siglo de Estados Unidos”.
El
 tiempo había llegado, decía, para que Estados Unidos “ejerza en el 
mundo la totalidad del impacto de nuestra influencia, para los 
propósitos que consideremos adecuados y por los medios que consideremos 
adecuados”.
 
Es 
imposible pedir una declaración de designio imperial más sincera y 
rotunda. En los últimos años, de ella se han hecho eco los intelectuales
 al servicio de la administración
 Bush, pero asegurándonos que esta “influencia” es benevolente, que los 
“propósitos” –ya sea en la formulación de Luce o en las más recientes– 
son nobles, que se trata de un “imperialismo iluminado”. Tal como dijo
George Bush en su segundo discurso de toma de posesión: “El 
llamamiento de nuestro tiempo es la extensión de la libertad en todo el 
mundo”. The New York Times escribió que ese discurso era “sorprendente por su idealismo”.
 
El
 Imperio estadounidense siempre ha sido un proyecto bipartidista: 
demócratas y republicanos se han turnado ampliándolo, ensalzándolo, 
justificándolo. En 1914 –al año
 en que EE.UU. bombardeó México–, el presidente Woodrow Wilson les dijo a
 los graduados de la academia naval que Estados Unidos utilizaba “su 
armada y su ejército... como instrumentos de civilización, no de 
agresión”. Y en 2002, Bill Clinton les dijo a los
 graduados de West Point: “Los valores que habéis aprendido aquí podrán 
extenderse por todo el país y por todo el mundo”.
 
Para
 el pueblo de Estados Unidos, y por cierto para los pueblos de todo el 
mundo, más pronto que tarde estas proclamas revelan su falsedad. La 
retórica, a menudo convincente
 en un primer momento, se convierte pronto en algo abrumador por los 
horrores que ya no pueden seguir escondiéndose: los cadáveres 
ensangrentados de Iraq, los miembros desgarrados de los soldados 
estadounidenses, los millones de familias expulsadas de sus hogar,
 tanto en Oriente Medio como en el Delta del Mississippi.
 
¿No
 han empezado a perder asidero en nuestra mente esas justificaciones 
imperiales incrustadas en nuestra cultura, que agreden nuestro sentido 
común –que la guerra es
 necesaria para la seguridad, que su expansión es fundamental para la 
civilización–?
¿Habremos llegado acaso a ese punto en la historia en el que estemos 
preparados a abrazar una nueva manera de vivir en el mundo, en la que la
 cuestión no sea ampliar nuestro poder militar sino nuestra humanidad?
 
Nota: 
*. “Los Pentagon Papers (los Papeles del Pentágono), titulados 
oficialmente United States - Vietnam Relations, 1945–1967: A Study 
Prepared by the Department of Defense
 (Relaciones Estados Unidos - Vietnam, 1945-1967: Un estudio elaborado 
por el Departamento de Defensa), es el nombre popular de un documento 
secreto que contiene la historia de la implicación de Estados Unidos en 
Vietnam entre 1945 y 1967. Los Pentagon Papers
 empezaron a publicarse en la primera página de The New York Times en 
1971” (extraído de Wikipedia por el traductor).
 
Howard
 Zinn (1922–2010) fue historiador, autor de obras de teatro y activista.
 Escribió A People’s History of the United States (en castellano, La 
otra historia de los
 Estados Unidos. Editorial Hiru. Hondarribia, Guipúzcoa, 2005) y A 
People's History of American Empire (presentado en formato cómic), junto
 con Mike Konopacki y Paul Buhle. Enseñó en el Instituto Spelman, un 
instituto universitario para mujeres negras de Atlanta,
 donde se convirtió en un activo integrante del movimiento por los 
derechos civiles. Después de ser expulsado del Spelman por su apoyo a 
las reivindicaciones de los estudiantes, Zinn fue profesor de Ciencias 
Políticas de la Universidad de Boston. Ha escrito
 muchos libros, entre ellos una autobiografía: You Can’t Be Neutral on a
 Moving Train (en castellano, Nadie es neutral en un tren en marcha. 
Editorial Hiru, Hondarribia, Guipuzcoa, 2001). Recibió el premio de 
literatura de no ficción de la Fundación Lannan
 y el premio Eugene V. Debs por sus escritos y su activismo político.
 
