Les
 dejo el artículo del Maestro Noam Chosmky sobre la decisión de reanudar
 relaciones diplomáticas con Cuba, y un ejemplo de caso similar en 
Vietnam en donde estaba un
 dictador casi similar a Fulgencio Batista solamente que ahí el apoyo 
fue mas directo a su “aliado” iniciando bombardeos contra opositores
 
-***--
 
El 
establecimiento de vínculos diplomáticos entre Estados Unidos y Cuba ha 
sido ensalzado en el mundo como un suceso de importancia histórica. El 
corresponsal John Lee
 Anderson, quien ha escrito con perspicacia acerca de la región, 
sintetiza una reacción general entre los intelectuales liberales cuando 
escribe, en The New Yorker, que:
 
Barack
 Obama ha mostrado que puede actuar como estadista de altura histórica. Y
 también, en este momento, Raúl Castro. Para los cubanos, este momento 
será emocionalmente
 catártico e históricamente transformacional. Durante
 50 años su relación con su rico y poderoso vecino norteamericano se ha 
mantenido congelada en la década de 1960. Hasta un grado surrealista, 
sus destinos también se congelaron. Para los estadunidenses
 el suceso es importante también. La paz con Cuba nos devuelve 
momentáneamente a aquella era dorada en la que Estados Unidos era una 
nación amada en todo el mundo, cuando un joven y apuesto presidente JFK 
estaba en el cargo... Antes de Vietnam, de Allende,
 de Irak y de todas las miserias, y nos permite sentirnos orgullosos de 
nosotros mismos por hacer lo correcto.
 
El
 pasado no es tan idílico como lo retrata la persistente imagen de 
Camelot. JFK no fue antes de Vietnam o ni siquiera de Allende o Irak, 
pero dejemos eso a un lado.
En Vietnam, cuando JFK asumió el cargo, la brutalidad del régimen 
de Diem impuesto por Washington había finalmente provocado una 
resistencia nacional que no pudo enfrentar. Kennedy se vio confrontado por lo que llamó un asalto desde adentro, agresión
 interna, según la interesante frase favorecida por su embajador ante la ONU, Adlai Stevenson.
 
En consecuencia,
Kennedy aumentó de inmediato la
 intervención estadunidense a la escala de una agresión, ordenando a la 
Fuerza Aérea bombardear Vietnam del Sur (según límites sudvietnamitas, 
que no engañaban a nadie), autorizando la guerra química y con napalm 
para destruir
 cultivos y ganado, y lanzando programas para llevar a los campesinos a 
virtuales campos de concentración para protegerlos de los guerrilleros, a
 quienes Washington sabía que la mayoría de ellos apoyaban.
 
Hacia
 1963, los informes desde el terreno parecían indicar que la guerra de 
Kennedy triunfaba, pero surgió un grave problema. En agosto, la Casa 
Blanca se enteró de que
 el gobierno de Diem buscaba negociaciones con el Norte para poner fin 
al conflicto.
 
Si
 JFK tenía la menor intención de retirarse, eso le habría dado una 
oportunidad perfecta para hacerlo graciosamente, sin costo político, e 
incluso afirmando, en el estilo
 acostumbrado, que fue la fortaleza estadunidense y la defensa de la 
libertad lo que obligó a los norvietnamitas a rendirse.
En cambio, Washington respaldó un golpe militar para instalar 
halcones militares, más apegados a los compromisos reales de JFK; el 
presidente Diem y su hermano fueron asesinados en el proceso. Con la
 victoria en apariencia a la vista, Kennedy aceptó
 a regañadientes una propuesta del secretario de Defensa Robert McNamara
 de comenzar el retiro de tropas (NSAM 263), pero con una condición 
crucial: después de la victoria. Kennedy mantuvo con insistencia esa 
demanda hasta su asesinato, unas semanas después.
 Muchas ilusiones se han tejido en torno a esos sucesos, pero se 
derrumban con rapidez ante el peso del rico registro documental.
 
La
 historia en otras partes no fue tan idílica como las leyendas de 
Camelot. Una de las decisiones de Kennedy que tuvieron mayores 
consecuencias se dio en 1962, cuando
 cambió en los hechos la misión de los militares latinoamericanos de la 
defensa hemisférica –remanente de la Segunda Guerra Mundial– a la 
seguridad interna, eufemismo para nombrar la guerra contra el enemigo 
interno, la población. Los resultados fueron descritos
 por Charles Maechling, quien dirigió la contrainsurgencia estadunidense
 y la planeación de la defensa interior de 1961 a 1966.
 
La
 decisión de Kennedy, escribió, llevó la política estadunidense de la 
tolerancia a la rapacidad y crueldad de los militares latinoamericanos a
 la complicidad directa
 en sus crímenes, al apoyo de los métodos de los escuadrones de 
exterminio de Heinrich Himmler. Quienes no prefieren lo que el 
especialista en relaciones internacionales Michael Glennon llamó 
ignorancia intencional pueden con facilidad aportar los detalles.
 
En
 Cuba, Kennedy heredó la política de Eisenhower de bloqueo y planes 
formales de derrocar al régimen, y con rapidez los intensificó con la 
invasión de Bahía de Cochinos.
 El fracaso de la incursión causó algo cercano a la histeria en 
Washington. En la primera reunión de gabinete después de la fallida 
invasión, la atmósfera era casi salvaje, observó en privado el 
subsecretario de Estado Chester Bowles: Hubo una reacción casi
 frenética a un programa de acción. Kennedy expresó la histeria en sus 
declaraciones públicas: “Las sociedades complacientes y blandas están a 
punto de ser eliminadas junto con los desechos de la historia. Sólo los 
fuertes… tienen la posibilidad de sobrevivir”,
 dijo a la nación, aunque estaba consciente, según admitió en privado, 
de que los aliados creen que estamos un poco dementes por el tema de 
Cuba. No sin razón.
 
Las
 acciones de Kennedy eran acordes con sus palabras. Lanzó una campaña 
terrorista asesina, diseñada para llevar los terrores de la Tierra a 
Cuba, según la frase de su
 consejero, el historiador Arthur Schlesinger, en referencia al proyecto
 asignado por el presidente a su hermano Robert como su más alta 
prioridad. Aparte de dar muerte a miles de personas junto con una 
destrucción en gran escala, los terrores de la Tierra
 fueron un factor principal en poner al mundo al borde de una guerra 
mundial terminal, como revela un estudio reciente. El gobierno reanudó 
los ataques terroristas tan pronto como la crisis de los misiles se 
desactivó.
 
Una
 forma común de evadir los temas desagradables es limitarse a las 
conjuras de la CIA para asesinar a Castro, ridiculizar su absurdo. 
Existieron, sí, pero fueron
 apenas un pie de página a la guerra terrorista lanzada por los hermanos
 Kennedy luego del fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos, guerra a
 la que es difícil encontrar parangón en los anales del terrorismo 
internacional.
 
Hoy 
día existe mucho debate sobre si Cuba debe ser retirada de la lista de 
países que apoyan el terrorismo. Sólo puedo traer a la mente las 
palabras de Tácito de que el
 crimen una vez expuesto sólo tiene refugio en la audacia. Excepto que 
no está expuesto, gracias a la traición de los intelectuales.
 
Al
 asumir la presidencia luego del asesinato, Lyndon B. Johnson relajó el 
terrorismo, que sin embargo continuó durante la década de 1990. Pero no 
permitió que Cuba viviera
 en paz. Explicó al senador Fulbright que si bien no iba a entrar en 
ninguna operación de Bahía de Cochinos, quería asesoría sobre cómo 
debemos pincharles las bolas más de lo que lo estamos haciendo. En su 
comentario, el historiador sobre América Latina Lars
 Schoultz observa que pinchar las bolas ha sido la política 
estadunidense desde entonces.
 
Algunos,
 sin duda, han sentido que tales métodos delicados no bastan, por 
ejemplo Alexander Haig, miembro del gabinete de Richard Nixon, quien 
pidió a ese presidente:
 Usted ordene y convierto esa pinche isla en estacionamiento.
 
Su
 elocuencia captura con vividez la prolongada frustración de los líderes
 estadunidenses con esa infernal pequeña república cubana, frase de 
Theodore Roosevelt al
 desahogar su furia por la resistencia de Cuba a aceptar graciosamente 
la invasión de 1898 para bloquear su liberación ante España y 
convertirla en una colonia virtual. Sin duda su valerosa incursión en la
 colina de San Juan había sido una noble causa (por
 lo regular se pasa por alto que esos batallones africano-estadunidenses
 fueron en gran medida responsables de conquistar la colina).
 
El
 historiador cubano Louis Pérez escribe que la intervención 
estadunidense, ensalzada en Estados Unidos como una intervención 
humanitaria para liberar a Cuba, logró sus
 objetivos verdaderos: Una guerra cubana de liberación se transformó en 
una guerra estadunidense de conquista, la guerra entre Estados Unidos y 
España en la nomenclatura imperial, diseñada para oscurecer la victoria 
cubana, que fue absorbida rápidamente por
 la invasión. El desenlace alivió las ansiedades estadunidenses acerca 
de lo que era anatema para todos los responsables de las políticas 
estadunidenses desde Thomas Jefferson: la independencia de Cuba.
 
Cómo han cambiado las cosas en dos siglos.
 
Ha
 habido esfuerzos tentativos por mejorar las relaciones en los pasados 
50 años, revisados en detalle por William LeoGrande y Peter Kornbluh en 
su reciente estudio integral,
 Back Channel to Cuba. Es debatible que debamos sentirnos orgullosos de 
nosotros por los pasos que Obama ha dado, pero sí son lo correcto, 
aunque el aplastante bloqueo siga en vigor en desafío a todo el mundo 
(excepto Israel) y el turismo aún esté prohibido.
 En su mensaje a la nación en el que anunciaba la nueva política, el 
presidente dejó en claro que también en otros aspectos el castigo a Cuba
 por no plegarse a la voluntad y a la violencia de Washington 
continuará, repitiendo pretextos que son demasiado ridículos
 para comentarlos.
 
Sin
 embargo, son dignas de atención las palabras del presidente, tales como
 las siguientes: “Orgullosamente, Estados Unidos ha apoyado la 
democracia y los derechos humanos
 en Cuba a lo largo de cinco décadas. Lo hemos hecho sobre todo mediante
 políticas que apuntan a aislar la isla, evitando los viajes y el 
comercio más básicos que los estadunidenses pueden disfrutar en 
cualquier otro lugar. Y aunque esta política ha estado
 fincada en la mejor de las intenciones, ninguna otra nación nos secunda
 en imponer estas sanciones y ha tenido poco efecto más allá de dar al 
gobierno cubano una justificación para imponer restricciones a su 
pueblo… Hoy, les soy sincero: nunca podemos borrar
 la historia entre nosotros”.
 
Uno
 tiene que admirar la asombrosa audacia de esta declaración, que 
nuevamente hace evocar las palabras de Tácito. Obama sin duda está 
consciente de la historia verdadera,
 que no sólo abarca la asesina guerra terrorista y el escandaloso 
bloqueo económico, sino también la ocupación militar del sureste de Cuba
 durante más de un siglo, incluyendo su puerto más grande, pese a 
solicitudes de su gobierno desde la independencia de
 devolver el territorio robado a punta de pistola, política justificada 
sólo por la adhesión fanática a bloquear el desarrollo económico de la 
isla. En comparación, la ilegal anexión de Crimea por Putin parece hasta
 benigna. La dedicación a la venganza contra
 los cubanos impúdicos que resisten el dominio estadunidense ha sido tan
 extrema que incluso se ha contrapuesto a los deseos de normalización de
 la comunidad de negocios –empresas farmacéuticas, agronegocios, 
energéticas–, algo inusitado en la política exterior
 estadunidense. La cruel y 
vengativa política de Washington ha aislado prácticamente a Estados 
Unidos en el hemisferio y atraído el desprecio y el ridículo en todo el 
mundo. A Washington y sus acólitos les gusta fingir que han aislado a
 Cuba, como Obama
 expresó, pero la historia muestra con claridad que es Estados Unidos el
 que está siendo aislado, lo que es probablemente la principal razón de 
este cambio parcial de curso.
 
Sin
 duda, la opinión interna es otro factor en la histórica acción de 
Obama, aunque el público ha estado durante mucho tiempo en favor de la 
normalización sin que tenga
 relevancia. Una encuesta de 
CNN de 2014 mostró que sólo uno de cada cuatro estadunidenses considera 
hoy día a Cuba una amenaza seria a Estados Unidos, en comparación con 
más de dos tercios hace 30 años, cuando Ronald Reagan advertía sobre la 
grave amenaza
 a nuestras vidas planteada por la capital de la nuez moscada en el 
mundo 
(Granada) y por el ejército nicaragüense, a sólo dos días de marcha de Texas. Ahora que los miedos se han abatido un poco, tal vez podamos relajar ligeramente nuestra vigilancia.
 
En
 los extensos comentarios a la decisión de Obama, un tema dominante ha 
sido que los esfuerzos benignos de Washington por llevar la democracia y
 los derechos humanos
 a los sufridos cubanos, manchados sólo por infantiloides rufianes de la
 CIA, han sido un fracaso. Nuestros nobles objetivos no se alcanzaron, 
así que se impone un cambio de orden, aun sin desearlo.
 
¿Fueron
 un fracaso las políticas? Depende de cuál fuera el objetivo. La 
respuesta es clara en el registro documental. La amenaza cubana era la 
ya conocida que aparece
 en toda la historia de la guerra fría, con muchos precedentes. Fue 
explicitada con claridad por el gobierno de Kennedy.
 La preocupación primordial era que Cuba pudiera ser un virus que 
esparciera el contagio, para tomar prestados los términos de Kissinger
 sobre el tema de costumbre, en relación con Chile en la era de Allende. Eso se reconoció de inmediato.
 
Con
 la intención de enfocar la atención en América Latina, antes de asumir 
el cargo Kennedy estableció una misión latinoamericana, encabezada por 
Arthur Schlesinger, quien
 informó las conclusiones al presidente entrante. La misión advertía 
sobre la susceptibilidad de los latinoamericanos a la idea de Castro de 
tomar las cosas en sus propias manos, serio peligro, explicó Schlesinger
 más adelante, cuando “la distribución de la
 tierra y otras formas de riqueza nacional favorecen grandemente a las 
clases propietarias… (y) Los pobres y menos privilegiados, estimulados 
por el ejemplo de la revolución cubana, demandan ahora oportunidades de 
una vida decente”.
 
Schlesinger
 reiteraba los lamentos del secretario de Estado John Foster Dulles, 
quien se quejaba al presidente Eisenhower de los peligros representados 
por los comunistas
 dentro del mismo Estados Unidos, que eran capaces de ganar control de 
los movimientos de masas, ventaja injusta que no tenemos capacidad de 
duplicar.
 
La
 razón es que los pobres son a los que convocan, y ellos siempre han 
querido despojar a los ricos. Es difícil convencer a gente atrasada e 
ignorante de seguir nuestro
 principio de que los ricos deben despojar a los pobres.
 
Otros
 elaboraron sobre las advertencias de Schlesinger. En julio de 1961, la 
CIA informó que “la extensa influencia del castrismo no es función del 
poderío cubano…
 La sombra de Castro se engrandece porque las condiciones sociales y 
económicas a lo largo de América Latina invitan a oponerse a la 
autoridad gobernante y alientan la agitación por el cambio radical”, del
 cual la Cuba de Castro es un modelo. El Consejo de
 Planeación de Políticas del Departamento de Estado explicó que “el 
peligro primordial que enfrentamos con Castro reside… en el impacto que 
la mera existencia de su régimen ha dejado en muchos países 
latinoamericanos…
 El hecho simple es que Castro representa un desafío triunfal a Estados 
Unidos, una negación de toda nuestra política hemisférica de casi siglo y
 medio”, desde que la Doctrina Monroe declaró que la intención 
estadunidense de dominar el hemisferio. Para expresarlo
 en términos simples, observa el historiador Thomas Paterson, Cuba, como
 símbolo y realidad, desafió la hegemonía de Estados Unidos en América 
Latina.
 
La
 forma de tratar con un virus que podría extender el contagio es acabar 
con él e inocular a las víctimas potenciales. Esa razonable política es 
precisamente la que
 aplicó Washington, y en términos de sus objetivos primordiales, ha sido
 muy exitosa.
 Cuba ha sobrevivido, pero sin la capacidad de alcanzar su temido 
potencial. Y la región fue
 inoculada con perversas dictaduras militares para prevenir el contagio,
 empezando por el golpe militar inspirado por Kennedy que estableció un 
régimen de Seguridad Nacional de terror y tortura en Brasil poco después
 del asesinato del presidente estadunidense,
 régimen al que Washington dio entusiasta bienvenida. Los generales 
habían llevado a cabo una rebelión democrática, telegrafió el embajador 
estadunidense Lincoln Gordon. La revolución fue una gran victoria para 
el mundo libre, que evitó una pérdida total para
 Occidente de todas las repúblicas sudamericanas, y debía crear un clima
 grandemente mejorado para las inversiones privadas. Esta revolución 
democrática fue la victoria más decisiva para la libertad de mediados 
del siglo XX, sostuvo Gordon, uno de los mayores
 puntos de quiebre de la historia mundial en ese periodo, que eliminó lo
 que Washington veía como un clon de Castro.
 
La
 plaga se extendió luego por el continente, y culminó en la guerra 
terrorista de Reagan en Centroamérica y finalmente en el asesinato de 
seis destacados intelectuales
 latinoamericanos, sacerdotes jesuitas, por un batallón salvadoreño de 
élite, recién desempacado del entrenamiento en la Escuela de Guerra 
Especializada JFK en Fort Bragg, siguiendo órdenes del alto mando de 
asesinarlos junto con cualquier testigo, su ama de
 llaves y la hija de ella.
 El 25 aniversario del asesinato acaba de pasar, y fue conmemorado con 
el silencio que se considera apropiado para nuestros crímenes.
 
Mucho
 de esto se aplica asimismo a la guerra de Vietnam, también considerada 
un fracaso y una derrota. Vietnam en sí no era causa de ninguna 
inquietud, pero, como revela
 el registro documental, Washington se preocupaba de que un desarrollo 
independiente exitoso extendiera el contagio en toda la región y llegara
 a Indonesia, rica en recursos, y quizá hasta Japón: el superdominó, 
como lo describió el historiador asiático John
 Dower, que se pudiera adaptar a un este de Asia independiente y se 
convirtiera en su centro industrial y tecnológico, al margen del control
 estadunidense, que construyera un nuevo orden en Asia. Estados Unidos 
no estaba preparado para perder la fase del Pacífico
 de la Segunda Guerra Mundial a principios de la década de 1950, así que
 se dispuso con rapidez a apoyar la guerra de Francia para reconquistar 
su antigua colonia, y luego los horrores que siguieron, los cuales se 
intensificaron cuando Kennedy asumió el cargo,
 y más tarde sus sucesores.
 
Vietnam quedó prácticamente destruido: ya no sería modelo para
nadie. Y la región fue 
protegida con la instalación de dictaduras asesinas, muy al modo de 
América Latina en los mismos años: no es innatural que la política 
imperial siga líneas similares en diferentes partes del mundo. El caso 
más importante fue Indonesia,
 protegida del contagio por el golpe de Suharto de 1965, un pavoroso 
asesinato en masa, como lo describió con exactitud el New York 
Times, aunque se unió a la euforia general por un rayo de luz en Asia 
(el columnista liberal James Reston). En retrospectiva,
 el consejero de seguridad nacional de Kennedy y Johnson McGeorge Bundy 
reconoció que nuestro esfuerzo en Vietnam fue excesivo después de 1965, 
ya con Indonesia fácilmente inoculada.
 
La
 guerra de Vietnam es descrita como un fracaso, una derrota 
estadunidense. En realidad fue una victoria parcial. Estados Unidos no 
logró su máximo objetivo de convertir
 a Vietnam en Filipinas, pero las principales preocupaciones fueron 
superadas, al igual que en Cuba. Tales desenlaces, por tanto, cuentan 
como derrota, fracaso, decisiones terribles.
 
La
 mentalidad imperial es asombrosa de contemplar. Apenas si pasa un día 
sin nuevas ilustraciones. Podemos añadir el estilo del nuevo movimiento 
histórico en Cuba, y su
 recepción, a esa distinguida lista.