Una excelente columna del Periódico Universal sobre el despilfarro o lo que yo ya llamaría en palabras más claras “tirar dinero a la basura” en la clase política (zánganos) que no ofrecen resultado alguno, aquí la Suprema Corte de Justicia no se queda atrás ni ese organismo llamado CNDH (Comisión Nacional de Derechos Humanos) con sueldos que superan a las economías más ricas del Planeta:
José Antonio Crespo // La “democracia” más cara
México es uno de los países que recauda menos impuestos: aproximadamente el 11% del PIB, frente al 19% o 20 % de países con un desarrollo semejante al nuestro, para no hablar de los más avanzados, que recaudan 40% o más del PIB. En contraste, somos también uno de los países que más gastan en su clase política y burocrática. Algo que se supone iba cambiar con la democratización y que se mantuvo igual —si no es que peor— en más de un rubro. Trabajos elaborados por diversos investigadores del CIDE nos demuestran que, por ejemplo, la SCJN y la CNDH son las más caras del mundo, y que los sueldos y prerrogativas de su cúpula empatan o rebasan incluso a sus equivalentes en los países más ricos y desarrollados. El despilfarro es, claro, característica mexicana, así como la impunidad y la corrupción. El IFE no es excepción. No es nuevo que nuestra estructura electoral sea de las más caras del mundo. En países más civilizados y ricos, la estructura electoral es ágil y austera, pues mantiene una reducida estructura que se amplía en época electoral con gente contratada temporalmente (y no por ello carece del entrenamiento y el conocimiento técnico necesarios). Que nuestros burócratas de lujo no tienen la sensibilidad sobre las carencias y dificultades económicas del país, lo refleja que los consejeros electorales —con excepción de Alfredo Figueroa—, apenas llegado su nuevo presidente y a poco de haber estallado la crisis económica mundial, exigieron elevarse su salario a cerca de 300 mil pesos netos (hoy, consiste en la nada despreciable cifra de 180 mil pesos netos). La indignación de la opinión pública los obligó a recular, pero la intención quedó ahí como clara muestra del talante de nuestra oligarquía burocrática.
La nuestra es, sin lugar a dudas, una de las democracias más caras del planeta. Cuando el financiamiento público partidista se disparó en 1996, fue justificado alegando que era el antídoto para evitar que ingresara dinero público de forma ilegal a las campañas, así como fondos privados ilícitos y, por supuesto, dinero sucio del narco. Hoy hemos constatado que el antídoto resultó absolutamente ineficaz, pese a lo cual el costo partidista-electoral se mantiene (e incluso incrementa) como si en realidad cumpliera con sus propósitos. Se dijo también por aquellos años que el costo de nuestra democracia era proporcional a nuestra desconfianza electoral. Y dada la historia de fraudes, y nuestra histórica desconfianza hacia las instituciones, entonces la democracia tendría que ser —como lo ha sido— muy cara.