Les dejo este gran articulo sobre la competencia entre
el Capitalismo y el Comunismo, en donde el primero trataba de igualas las
condiciones laborales ideales para los trabajadores.
Introducción
Uno de
los rasgos socioeconómicos más asombrosos de las dos
últimas décadas es la inversión
del signo de la legislación sobre bienestar de la segunda mitad del siglo pasado en Europa y
Norteamérica. Los recortes sin
precedentes en servicios sociales, indemnizaciones por despido,
empleo público, pensiones, programas sanitarios, estipendios formativos,
periodos vacacionales y seguridad laboral vienen acompañados por el
incremento de los gastos de la educación, la fiscalidad regresiva y la
edad de jubilación, así como por el aumento de las desigualdades,
la inseguridad laboral y la aceleración del ritmo en los centros de
trabajo.
La
desaparición del «Estado de bienestar» echa por tierra la
idea expuesta por los economistas ortodoxos, que sostenían que la
«maduración» del capitalismo, su «estado de desarrollo
avanzado», su alta tecnología y la sofisticación de sus
servicios vendrían acompañadas de mayor bienestar y niveles de
vida más altos. Aunque es cierto que «servicios y
tecnología» se han multiplicado, el sector económico se ha
polarizado aún más entre los empleados minoristas mal remunerados
y los agentes de bolsa y financieros muy ricos. La informatización de la
economía ha desembocado en la contabilidad electrónica, los
controles de costes y los movimientos acelerados de fondos especulativos en
busca del máximo beneficio, mientras que, al mismo tiempo, han sido
preludio de reducciones presupuestarias brutales en los gastos sociales.
Esa
«Gran Inversión» del curso de los hechos parece un proceso a
gran escala y largo plazo centrado en los países capitalistas dominantes
de Europa Occidental y Norteamérica y en los antiguos Estados comunistas
de Europa del Este. Nos incumbe a todos examinar las causas sistémicas
que trascienden las idiosincrasias particulares
de cada país.
Los orígenes de la Gran Inversión
Hay dos
líneas de investigación que es preciso dilucidar con el fin de
comprender la desaparición del Estado de bienestar y el enorme descenso
de los niveles de vida. Una línea de análisis estudia el cambio profundo del entorno internacional. Hemos pasado de un sistema bipolar competitivo basado en la
rivalidad entre los Estados colectivistas y de bienestar del bloque oriental y
los Estados capitalistas de Europa y Norteamérica a otro sistema
internacional monopolizado por
Estados capitalistas en competencia.
Una
segunda línea de investigación nos lleva a examinar los cambios
de las relaciones sociales internas de los Estados capitalistas:
principalmente, el paso de las luchas de clase intensas a la
colaboración de clases a largo plazo como principio organizador de la
relación entre capital y trabajo.
La
proposición principal que conforma este artículo es que la emergencia del Estado de bienestar fue un
producto histórico de un
periodo en el que había altos
niveles de competitividad entre
el bienestar colectivista y el capitalismo y en el que los sindicatos y los
movimientos sociales con orientación de lucha
de clases predominaban frente a las organizaciones de colaboracionismo entre clases.
A todas
luces, los dos procesos están interrelacionados: cuando los Estados
colectivistas implantaron mayores prestaciones de bienestar para sus
ciudadanos, los sindicatos y los movimientos sociales de Occidente
tenían incentivos sociales y ejemplos positivos para motivar a sus miembros
y forzar a los capitalistas a asumir la legislación del bienestar del
bloque colectivista.
Los orígenes y el desarrollo del Estado de bienestar
occidental
Inmediatamente
después de la caída de los gobiernos fascistas-capitalistas con
la derrota de la Alemania nazi, la Unión Soviética y sus aliados
políticos de Europa del Este se embarcaron en un programa masivo de
reconstrucción, recuperación, crecimiento económico y
consolidación del poder basado en reformas
de bienestar socioeconómico de largo alcance. El gran temor
de los gobiernos capitalistas occidentales era que la clase trabajadora de
Occidente «siguiera» el ejemplo soviético o, como poco,
apoyara a partidos y acciones que socavaran la recuperación
capitalista.. Dado el descrédito político de muchos capitalistas
occidentales debido a su colaboración con los nazis o su
oposición débil y retardada a la versión fascista del
capitalismo, no podían recurrir a los métodos altamente
represivos de antes. En su lugar, las clases capitalistas aplicaron una doble
estrategia para contrarrestar las reformas soviéticas del bienestar
colectivista: represión
selectiva de la izquierda radical y de los comunistas del interior y concesiones de bienestar para garantizar
la lealtad de los sindicatos y partidos socialdemócratas y
demócrata- cristianos.
Con la
recuperación económica y el crecimiento de la posguerra, la
competitividad política, ideológica y económica se
intensificó: el bloque soviético introdujo reformas
generalizadas, entre las que se encontraban el pleno empleo, la seguridad
laboral, la atención sanitaria universal, la educación superior
gratuita, el mes de vacaciones pagado, las pensiones equivalentes al salario
íntegro, los campos de trabajo y complejos vacacionales gratuitos para
familias trabajadoras y las bajas por maternidad prolongadas. Subrayaban la
importancia del bienestar social sobre el consumo individual. El Occidente
capitalista vivía bajo presión para aproximarse a las ofertas de
bienestar del Este, al tiempo que expandía el consumo individual basado
en las facilidades para el crédito y los pagos a plazo posibilitados por
sus economías más avanzadas. Desde mediados de la década
de 1940 hasta mediados de la de 1970, Occidente compitió con el bloque soviético
sin quitarse de la cabeza dos objetivos: conservar la lealtad de los
trabajadores de Occidente a la vez que aislaba a los sectores militantes de los
sindicatos y atraer a los trabajadores del Este con promesas de programas de
bienestar comparables y mayor
consumo individual.
A pesar
de los avances de los programas de bienestar social, tanto en el Este como en
Occidente, había protestas obreras importantes en Europa del Este: se
centraban en la independencia nacional,
en la tutela paternalista y autoritaria de los sindicatos y en la insuficiencia
del acceso a los bienes de consumo privado. En
Occidente, hubo levantamientos obreros y estudiantiles significativos en
Francia e Italia que reclamaban el fin del dominio capitalista en los centros
de trabajo y la vida social. La oposición popular a las
guerras imperialistas (Indochina, Argelia, etcétera), los rasgos
autoritarios del Estado capitalista (racismo) y la concentración de la
riqueza estaban muy extendidos.
Dicho de
otro modo: las nuevas luchas del Este y de Occidente tenían como premisa
la consolidación del
Estado de bienestar y la expansión
del poder político y social popular frente al del Estado y el proceso
productivo.
La
competencia sostenida entre los sistemas de bienestar colectivista y
capitalista garantizó que no hubiera
retroceso de las reformas conseguidas hasta la fecha. Sin embargo,
la derrota de las rebeliones populares de las décadas de 1960 y 1970
garantizó que no se produjeran
mayores avances en el bienestar social. Y lo que era más importante, se llegó a un «punto muerto»
social entre las clases dominantes y los trabajadores en ambos bloques, que
desembocó en el estancamiento
de las economías, la burocratización de los sindicatos y las
demandas de las clases capitalistas de un nuevo liderazgo más
dinámico, capaz de desafiar al bloque colectivista y desmantelar
sistemáticamente el Estado de bienestar.
El proceso de inversión: De Reagan y Thatcher a
Gorbachov
La gran
ilusión, que se apoderó de las masas del bloque del bienestar
colectivista, fue la idea de que la promesa occidental de consumismo masivo se
podía conjugar con los programas de bienestar avanzados de los que ellos
gozaban desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, las señales
políticas de Occidente avanzaban en dirección contraria. Con el ascenso del presidente Ronald Reagan en
Estados Unidos y la primera ministra Margaret Thatcher en Gran Bretaña,
los capitalistas recuperaron el control absoluto del calendario social
asestando golpes mortales a lo que quedaba de la militancia sindical y poniendo
en marcha una carrera armamentista a gran escala con la Unión
Soviética con el fin de hacer quebrar a su economía. Además,
el «bienestarismo» del Este se vio socavado a conciencia por una
clase emergente de movilidad ascendente, unas élites cultas que hicieron
piña con cleptócratas, neoliberales, gánsteres en ciernes
y todo aquel que profesara los «valores occidentales». Recibieron
apoyo político y material de fundaciones occidentales, servicios de
inteligencia occidentales, el Vaticano (en especial, en Polonia), partidos
socialdemócratas europeos y la Federación Estadounidense del
Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales (AFL-CIO, American Federation
of Labor and Congress of Industrial Organizations) mientras que, en los
sectores periféricos, los autodenominados izquierdistas
«anti-estalinistas» de Occidente imprimían un barniz
ideológico concreto.
La
totalidad del programa de bienestar del bloque soviético había
sido construido desde arriba hacia abajo
y, en consecuencia, no disponía de una organización de clases
consciente de serlo, politizada, independiente y militante para defenderla del
ataque a gran escala lanzado por el bloque «anti-estalinista»
mafioso, cleptocrático, clerical y neoliberal. Asimismo, en Occidente,
la totalidad del programa de bienestar social estaba vinculado a los partidos
socialdemócratas europeos, el partido demócrata estadounidense y
una jerarquía sindical que carecía tanto de conciencia de clase
como del menor interés por la lucha de clases. Su principal
preocupación como burócratas sindicales se limitaba a recaudar
cuotas de afiliados, preservar el poder organizativo interno sobre sus feudos y
enriquecerse personalmente.
El colapso del bloque soviético se vio precipitado por
la entrega sin precedentes del gobierno de Gorbachov de los Estados aliados del
Pacto de Varsovia a las potencias de la OTAN. Las autoridades comunistas
locales se reciclaron con rapidez para ser agentes neoliberales y vicarios
pro-occidentales. Pasaron de inmediato a lanzar un ataque a gran escala contra la propiedad pública de
los bienes y el desmantelamiento de la legislación laboral y la
seguridad laboral proteccionistas, que habían sido un elemento
intrínseco de las relaciones entre la mano de obra y la dirección
colectivistas.
Con unas
cuantas excepciones dignas de mención, la totalidad del marco formal del
bienestar colectivista se desmoronó. Poco
después llegaron las desilusiones masivas entre los trabajadores del
bloque del Este cuando sus sindicatos «anti-estalinistas» de
orientación occidental les presentaron los despidos masivos.
La inmensa mayoría de los trabajadores de los astilleros de Gdansk,
afiliados al movimiento «Solidaridad» de Polonia, fueron despedidos
y quedaron abocados a la búsqueda de empleos inusuaes, mientras que sus
«dirigentes» desaforadamente agasajados, destinatarios desde
hacía mucho tiempo del apoyo material de los servicios de inteligencia y
sindicatos occidentales, pasaron a convertirse en políticos, editores y
empresarios prósperos.
Los
sindicatos occidentales y la izquierda «anti-estalinista» (los
socialdemócratas, los trotskistas y todas y cada una de las sectas y
corrientes intelectuales intermedias), prestaron un valioso servicio no solo
para poner fin al sistema colectivista (bajo el lema «cualquier cosa es mejor que el estalinismo»),
sino para acabar con el Estado de bienestar para decenas de millones de
trabajadores y pensionistas, con sus familias.
Una vez
que el Estado de bienestar colectivista quedó destruido, las clases
capitalistas occidentales dejaron de necesitar competir con la tarea de igualar
las concesiones de bienestar social. El Gran Repliegue puso la directa.
Durante
las dos décadas siguientes, los gobiernos occidentales, liberales,
conservadores y socialdemócratas, cada uno cuando le tocó, fueron
cortando rodajas de la legislación sobre el bienestar: las pensiones se
recortaron y la edad de jubilación se amplió cuando instauraron
la doctrina del «trabaja hasta que te echen». La seguridad laboral desapareció, la
protección de los puestos de trabajo se suprimió, las
indemnizaciones por despido se redujeron y el despido de trabajadores se
facilitó, a la vez que prosperó la movilidad del capital.
La
globalización neoliberal aprovechó las inmensas reservas de
trabajo cualificado mal remunerado de los antiguos países colectivistas.
Sus trabajadores «anti-estalinistas» heredaron lo peor de ambos
mundos: perdieron la red de bienestar social del Este y no lograron alcanzar
los niveles de consumo individual y prosperidad de Occidente. El capital alemán aprovechó la mano de
obra polaca y checa más barata, mientras que los políticos checos
privatizaron sectores industriales y servicios sociales enormemente
sofisticados, incrementando los costes y restringiendo el acceso a los
servicios que quedaron.
En nombre
de la «competitividad», el capital occidental logró
desindustrializar y reubicar grandes sectores industriales prácticamente
sin encontrar ninguna resistencia de unos sindicatos
«anti-estalinistas» burocratizados. Sin tener que competir ya con
los colectivistas por quién contaba con el mejor sistema de bienestar,
los capitalistas occidentales competían ahora entre sí por
quién conseguía los menores costes laborales y gastos sociales,
la protección medioambiental y laboral más laxa y la
legislación más flexible y barata para despedir empleados y
contratar a mano de obra contingente.
Todo el
ejército de izquierdistas «anti-estalinistas» impotentes,
cómodamente aposentados en las universidades, cacareó hasta
quedarse ronco contra la «ofensiva neoliberal» y la «necesidad
de una estrategia anticapitalista», sin reflexionar lo más
mínimo acerca de cómo habían contribuido a minar el mismo
Estado de bienestar que había educado, alimentado y empleado a los
trabajadores.
La militancia laboral: el norte y el sur
Los
programas de bienestar en Europa y Norteamérica sufrieron especialmente
el golpe de la pérdida de un sistema social competidor en el Este, de la
influencia y el impacto de la mano de obra barata procedente del Este y de que
sus propios sindicatos se habían convertido en complementos de los
partidos socialistas, obreros y democráticos neoliberales.
En
cambio, en el Sur, concretamente en América Latina y, en menor medida,
en Asia, el neoliberalismo contrario al bienestar duró solo una década. En América
Latina, el neoliberalismo empezó a sufrir enseguida presiones intensas cuando estalló una nueva
oleada de militancia de clase y
recuperó parte del terreno perdido. Antes de que concluyera la primera
década del nuevo siglo, la mano de obra incrementaba su cuota de renta
nacional, los gastos sociales aumentaban y el Estado de bienestar iniciaba la
senda de recuperación de fuerza en marcado contraste con lo que
sucedía en Europa occidental y Norteamérica.
Las
revueltas sociales y los movimientos populares poderosos desembocaron en
América Latina en gobiernos y políticas de izquierda y
centro-izquierda. Una serie de luchas nacionales intensas derrocó a los
gobiernos neoliberales. Una oleada creciente de protestas obreras y campesinas
en China supuso aumentos salariales de entre el 10 y el 30 por ciento en los
cinturones industriales, así como en medidas para restaurar el sistema
de salud y educación pública. Ante una revuelta sociocultural
nueva, de orientación obrera y con amplia base, el Estado y la
élite empresarial china promovieron a toda prisa una legislación
par el bienestar social en una época en la que los países del sur
de Europa como Grecia, España, Portugal e Italia vivían inmersos
en un proceso de despido de trabajadores y recorte brutal de salarios
reduciendo el salario mínimo, aumentando la edad de jubilación y
recortando gastos sociales.
Los
gobiernos capitalistas de Occidente dejaron de encontrar competencia en los
sistemas de bienestar rivales del bloque del Este porque todos habían
adoptado la práctica del «cuanto menos, mejor». La
reducción de gastos sociales supuso mayores subsidios a las empresas,
presupuestos más elevados para acometer guerras imperiales y para
establecer el inmenso aparato estatal policial de la «seguridad
nacional». La reducción de los impuestos sobre el capital
significó mayores beneficios.
Los
intelectuales occidentales de izquierda y liberales desempeñaron un
papel fundamental en la confusión
sobre el importante y positivo papel que el bienestar soviético
había desempeñado presionando a los gobiernos capitalistas de
Occidente para que siguieran su ejemplo. Por su parte, durante las
décadas posteriores a la muerte de Stalin y cuando la sociedad
soviética evolucionó hasta convertirse en un sistema híbrido
de bienestar social autoritario, estos intelectuales siguieron calificando a
estos gobiernos como «estalinistas», ocultando la fuente de legitimidad principal a sus ciudadanos: su
avanzado sistema de protección social. Esos mismos
intelectuales afirmaban que el «sistema estalinista» era un
obstáculo para el socialismo y volvieron a los trabajadores contra sus
aspectos positivos de un Estado de bienestar centrándose exclusivamente
en los «gulags» del pasado. Sostenían que la
«desaparición del estalinismo» supondría una gran
apertura para el «socialismo revolucionario democrático». En
realidad, la caída del bienestar colectivista desembocó en la
catastrófica destrucción del Estado de bienestar, tanto en el
Este como en Occidente, y el ascenso de las formas más virulentas de
capitalismo neoliberal primitivo. Esto, a su vez, llevó a una mayor
retracción del movimiento sindical y espoleó el «giro a la
derecha» de los partidos socialdemócratas y obreros mediante las
ideologías del «nuevo laborismo» y la «tercera
vía».
Los intelectuales de izquierda
«anti-estalinistas» jamás han realizado una reflexión
rigurosa acerca del papel que han desempeñado en el derribo del Estado
de bienestar colectivo, ni han asumido ninguna responsabilidad por la devastación
de las consecuencias socioeconómicas tanto en el Este como en Occidente. Además, esos mismos intelectuales
no han tenido ninguna reserva en esta «era post-soviética» a
la hora de apoyar (por supuesto, «críticamente») al Partido
Laborista británico, el Partido Socialista francés, el Partido
Demócrata de Clinton y Obama y otros «males menores» que
practican el neoliberalismo. Apoyaron la destrucción manifiesta de
Yugoslavia y las guerras coloniales encabezadas por Estados Unidos en Oriente
Próximo, el norte de África y el sur de Asia. No pocos intelectuales
«anti-estalinistas» de Inglaterra y Francia habrán brindado
con champán con los generales, los banqueros y las élites del
sector petrolero por la sangrienta invasión y devastación llevada
a cabo por la OTAN en Libia, el único Estado de bienestar de
África.
Los
intelectuales de izquierda «anti-estalinistas», ahora bien
acomodados en cargos universitarios de privilegio en Londres, París,
Nueva York y Los Ángeles, no se han visto afectados personalmente por el
retroceso de los programas de bienestar occidentales. Se niegan
categóricamente a reconocer el papel constructivo que los programas de
bienestar soviético rivales desempeñaron para obligar a Occidente
a «mantener» una especie de «carrera de bienestar social»
ofreciendo prestaciones a sus clases trabajadoras. En cambio, sostienen (en sus
foros académicos) que la mayor «militancia de los
trabajadores» (difícilmente posible con una afiliación
sindical burocratizada y menguante) y los «foros de especialistas
socialistas» mayores y más frecuentes (en los que ellos pueden
exponerse sus análisis radicales... unos a otros) restaurarán
finalmente el sistema de bienestar. De hecho, los niveles históricos de regresión, en lo que respecta a la
legislación sobre bienestar, continúan incólumes. Existe
una relación inversa (y perversa) entre la prominencia académica de la izquierda
«anti-estalinista» y la desaparición de las políticas
del Estado de bienestar. ¡Y los intelectuales
«anti-estalinistas» todavía se asombran por el
desplazamiento hacia el populismo demagógico de ultra derecha entre las
clases trabajadoras atenazadas!
Si
analizamos y comparamos la influencia relativa de los intelectuales
«anti-estalinistas» en la construcción del Estado de
bienestar con el impacto del sistema de protección social colectivista
competidor del bloque del Este, las evidencias son abrumadoramente claras. Los
sistemas de bienestar occidentales estuvieron mucho más influidos por
sus rivales sistémicos que por las críticas piadosas de los
académicos «anti-estalinistas» marginales. La
metafísica «anti-estalinista» ha cegado a toda una
generación de intelectuales ante la compleja interacción y
ventajas de un sistema internacional competitivo en el que los rivales elevaban
la puja de las medidas de bienestar para legitimar su propio gobierno y minar a
su adversario. La realidad del equilibrio político de fuerzas en el
mundo llevó a la izquierda «anti-estalinista» a convertirse en un títere en la
lucha de los capitalistas occidentales por reducir los costes del bienestar y
crear la plataforma de lanzamiento para una contrarrevolución
neoliberal. Las estructuras profundas
del capitalismo fueron las principales
beneficiarias del anti-estalinismo.
La desaparición del orden legal de los Estados
colectivistas ha desembocado en las formas más atroces de capitalismo
depredador y mafioso en la antigua URSS y en los países del Pacto de
Varsovia.
Contrariamente a los delirios de la izquierda «anti-estalinista»,
no ha surgido en ninguna parte ninguna democracia socialista
«post-estalinista». Los agentes fundamentales del derrocamiento del
Estado de bienestar colectivista y los principales beneficiarios del
vacío de poder han sido los oligarcas multimillonarios, que saquearon
Rusia y el Este, los cerebros multimillonarios de los carteles de la droga y la
trata de blancas, que en Ucrania, Moldavia, Polonia, Hungría, Kosovo,
Rumanía y otros lugares convirtieron a centenares de miles de obreros
fabriles desempleados y a sus hijos en alcohólicos, prostitutas y
drogadictos.
Desde el punto de vista demográfico, los mayores
perdedores del derrocamiento del sistema de bienestar colectivista han sido las
trabajadoras: perdieron sus puestos de trabajo, las bajas por maternidad y las
prestaciones jurídicas y por el cuidado de niños. Padecieron una epidemia de violencia
doméstica bajo el puño de sus maridos desempleados y borrachos.
La tasa de mortalidad materna e infantil se disparó debido a un sistema
de salud pública debilitado. Las mujeres de clase trabajadora del Este
sufrieron una pérdida de estatus material y derechos legales sin
precedentes. Esto ha llevado al mayor descenso demográfico de la
historia de la postguerra: las tasas de natalidad se han desplomado, las tasas
de mortalidad se han disparado y la desesperanza se ha generalizado. En Occidente,
las feministas «anti-estalinistas» han ignorado su complicidad con
la esclavización y la degradación de sus «hermanas»
del Este. (Estaban demasiado ocupadas agasajando a gentes como Vaclav Havel.)
Los
intelectuales «anti-estalinistas», por supuesto, afirmarán
que el desenlace que ellos habían imaginado está muy lejos de lo
sucedido y se negarán a asumir ninguna responsabilidad por las
consecuencias reales de sus actos, su complicidad y las ilusiones que han
creado. Su iracunda afirmación de que «cualquier cosa es mejor que el estalinismo» no
convence a nadie de quienes están en el abismo que alberga a toda una
generación perdida de trabajadores del bloque del Este y sus familias.
Tienen que empezar a contabilizar el ejército de desempleados de todo el
Este, que se cuenta por millones, los millones de víctimas de
tuberculosis y VIH en Rusia y Europa del Este (donde ni la tuberculosis ni el
VIH planteaba una amenaza antes de la «ruptura»), las vidas
destrozadas de millones de mujeres jóvenes atrapadas en los burdeles de
Tel Aviv, Prístina, Bucarest, Hamburgo, Barcelona, Amán,
Tánger y Brooklyn...
Conclusión
El golpe
individual más importante a los programas de bienestar tal como los
conocimos, que se desarrollaron durante las cuatro décadas transcurridas
entre la de 1940 y la de 1980, fue el fin de la rivalidad entre el bloque
soviético y Europa occidental y Norteamérica. A pesar del
carácter autoritario del bloque del Este y del carácter
imperialista de Occidente, ambos buscaban legitimidad y beneficios políticos
consiguiendo la lealtad de las masas de trabajadores mediante concesiones
económicas y sociales tangibles.
Hoy
día, ante los «recortes» neoliberales, las principales
luchas laborales giran en torno a la defensa
de los restos del Estado de bienestar, los residuos esqueléticos de un
periodo anterior. En este momento hay muy pocas perspectivas de regreso a
sistemas de bienestar internacional en
competencia, a menos que miráramos a unos cuantos
países progresistas que, como Venezuela, han instituido una serie de
reformas sanitarias, educativas y laborales financiadas por su sector petrolero
nacionalizado.
Una de
las paradojas de la historia del bienestar social en Europa del Este se puede
encontrar en el hecho de que las principales luchas
laborales en curso (en la República Checa, Polonia,
Hungría y otros países, que habían derrocado a sus
gobiernos colectivistas, tienen que ver con la defensa
de las políticas de pensiones, jubilación, sanidad
pública, empleo, educación y otras medidas del bienestar: las
sobras «estalinistas». Dicho de otro modo, mientras que los
intelectuales siguen alardeando de su victoria sobre el estalinismo, los
trabajadores de carne y hueso que viven en el Este se entregan a una lucha
militante cotidiana para mantener y recuperar los rasgos positivos del
bienestar de esos Estados vilipendiados. En ningún otro lugar es
más manifiesto que en China y Rusia, donde las privatizaciones han
supuesto destrucción de empleo y, en el caso de China, la pérdida
de las prestaciones de la sanidad pública. Hoy día, las familias
de los trabajadores con enfermedades graves viven arruinadas por el coste de
una atención médica privatizada.
En el
mundo actual, «anti-estalinismo» es una metáfora de una
generación fracasada en los márgenes de la política de
masas. Han sido rebasado por un neoliberalismo virulento que tomó prestado su lenguaje peyorativo
(Blair y Bush también eran «anti-estalinistas») en el curso
de la demolición del Estado de bienestar. Hoy día, el
ímpetu de las masas por la reconstrucción de un Estado de
bienestar se puede encontrar en aquellos países que han perdido o
están en vías de perder la totalidad de su red de seguridad
social —como Grecia, Portugal, España e Italia— y en los
países latinoamericanos, donde los levantamientos populares fundados en
la lucha de clases y vinculados a movimientos de liberación nacional
están en ascenso.
Las
nuevas luchas de masas por el bienestar social hacen pocas alusiones directas a
las experiencias colectivistas anteriores, y menos aún al discurso vacío
de la izquierda «anti-estalinista». Esta última vive
estancada en un tiempo detenido, anquilosado e irrelevante. En todo caso, lo
que está abundantemente demostrado es que el bienestar, el trabajo y los
programas sociales, que fueron conquistados y se perdieron tras la
desaparición del bloque soviético, han regresado como objetivos
estratégicos para motivar las luchas obreras actuales y futuras.
Lo que es
preciso explorar más es la relación existente entre la
aparición de inmensos aparatos policiales estatales en Occidente y el
declive y desmantelamiento de sus respectivos Estados de bienestar: el auge de
la «seguridad nacional» y la «lucha contra el terror»
discurre paralelo al declive de la seguridad social, los programas de sanidad
pública y el desplome de los niveles de vida para centenares de millones
de personas